*Juan Daniel Salica
En ese bar la noche parece entrar todo el día. El menú de la fecha está escrito en un viejo cartel, y sobre una de las mesas de madera, entre el humo del cigarrillo, los dados giran infaltables.
—Tirá vos, Colorado.
—¡Vamos carajo! Hiroshima. A los seis meses las muertes eran 140.000.
—No, pero eso no se cuenta, solamente los del día.
—Bueno, entonces 66.000, ahora superá eso.
—Ahí vamos —dice Gabriel para intentar cambiar la suerte, mientras mira uno de los dados que se mueve muy cerca del borde de la mesa, para después rodar hacia el centro de los dos jugadores —. ¡Tomá, La Santa Inquisición! ¿Qué te parece?
Los bebedores de oficio y sus pies de Termidor asoman el tranco de alcohol a la vereda de Savio, y los techos más altos de Los Polvorines le rozan el mentón a la luna, a esa luna que todavía sueña con el gatillo de Tuñón.
Las paredes del bar muestran el afiche del último mundial ganado con la gambeta celestial, la foto de un boxeador, antes de perder su libertad, un almanaque sin tiempo, y una pizarra que espera los resultados de la quiniela, con su pálpito siempre en el 14.
—Dale, Gabriel, dejá de quejarte y jugá.
—Esperá que voy a cambiar de silla.
—Yo diría que te pongas a rezarle a tu jefe. Lo siento, pero por más que cambies de silla, la suerte hoy está conmigo.
La mayoría de los que llegan tienen los ojos pesados y grises, se piden la botella y así sorben cada trago, mezclado con las historias que se aparecen por los costados de la nuca y caminan hasta lo último de los dedos; se reparten posiciones y se quedan entre el cenicero de Quilmes y el vaso que suelta un círculo líquido, un sol dormido en la mesa. Es un sol que los alumbra a través del vidrio y donde todos giran sin moverse de su sitio. Ellos siempre regresan, al vino, al sol, al círculo perfecto que gravita y los acompaña, en ese bar donde la noche es siempre. Al salir, ellos avanzan derecho, mientras la vida hostil e inquieta se mueve para todos lados. Y ahí van los mosqueteros con la piel de moscatel, encarando hacia San Martín o 25 de Mayo, inventando baldosas flojas al caminar, con los ojos en el marcado asombro de los que ven el nacimiento de un planeta.
—Mirá Gabi, Las Torres, me salieron las gemelas, me parece que tengo una buena racha.
—Dame los dados, no me cargués y fijate qué sale ahora, Colorado.
El bar respira con ellos, y hasta la puerta tiene una bisagra rota y se mueve con el cuidado de no soltar, de golpe, el poco barniz reseco que le queda.
A pocos metros del local, muy cerca de la parada del colectivo 371, hay un árbol, no muy grande, en la poca tierra que lo rodea está apareciendo una planta, son unas cuantas hojas que parecen de parra. Sin duda dirán que los restos de las uvas que descartó la verdulería comenzaron a germinar sus semillas. Pero hace poco, uno de ellos, uno de ojos asombrados apoyó su espalda en el árbol y se quedó dormido en un profundo sueño de borgoña.
—¿Gabi entramos al bar a jugar a los dados?
—Sí, dale.
—Che, fijate eso —le dijo el Colorado a Gabriel mientras miraba la figura recostada sobre el tronco del árbol.
—No te preocupés que ya lo hablamos con mi jefe. Está todo arreglado.
*Juan D. Salica nació en Los Polvorines, el 17 de febrero de 1974. Es aficionado a la escritura de poesía y de cuentos breves, de género fantástico. Publicó en diversos medios gráficos y electrónicos a nivel nacional e internacional. Actualmente trabaja como educador popular en ONGs, y brinda talleres para acercar la literatura a los sectores de menores recursos.
Instagram: @poesiasur3