*Marcelo Collazo
Ella se sentó en la cama, apagó la computadora y abrió un poquito la ventana para que entrara el aire fresco de la noche. Se acostó hacia el lado de la luna llena. Él se levantó y cumplió con su rutina de revisar puertas, llave de gas y luces. Pasó por el baño y luego se acostó hacia el lado del pasillo oscuro. En el medio un beso breve y el silencio.
Ella lo escuchó primero. Abrió los ojos. Solo las sombras difusas de la luna a través de los árboles de la calle. Afinó el oído. No hay viento. Le llega algo que no es un sonido natural. Se quedó un rato quieta, escuchando. Busca. La inquieta que el sonido esté ahí nomás, dentro de la habitación. Lo agarró del brazo. Un pequeño sacudón bastó para no asustarlo. Él no se había dormido, él también lo había escuchado y buscaba al intruso en las sombras. Ambos sentados en la cama con la luz apagada. Era como un zumbido, en eso coincidieron. Un bicho encerrado en algún mueble, pensó ella. Lo dijo y él lo negó en lo oscuro. Pensó en algo que se arrastraba en la madera, que la roía. Lo dijo y ella negó en la penumbra. Eran cuatro ojos siguiendo las líneas imprecisas del techo, cuatro oídos que buscaban abarcar todo ese espacio que ahora era un universo repleto de secretos.
Él se paró y caminó en la oscuridad. Ella esperó su informe. Él dio la vuelta alrededor de la cama, agregó sus manos a la búsqueda, tanteó las paredes desnudas, las puertas del placard, el contorno del televisor. Nada. Ella se arrodilló en la cama y buscó con sus manos en la pared de la cabecera, acercó su oído. Del otro lado le volvió un silencio helado.
Sus vecinos seguro que no estaban, o dormían. Era una pareja peculiar, por decirlo de alguna manera. Habían intentado tener cierto contacto con ellos apenas mudados, pero una particular e insistente tendencia invasiva había puesto una barrera; algo que terminó de sellarse con una seguidilla de comentarios desafortunados en los brevísimos e inevitables encuentros en la vereda sobre el tatuaje que ella se había hecho en el brazo, más las intensas discusiones que se filtraban en la delgadez de las medianeras. La vecina solía criticar con vehemencia la falta de iniciativa de su compañero, algo que solía reproducir en las conversaciones telefónicas con sus hermanas, a través de las que había construido un mundo para nada compatible con el suyo.
Más allá de estas características, su presencia en la casa era cada vez más escasa. Salían todo el tiempo, y en esas ausencias la casa de al lado se poblaba de un sano, profundo y reconfortante silencio. De allí la deducción de que aquel sonido no venía de la casa vecina. El sonido parecía jugar con sus sentidos. Subía y bajaba, se escondía, confundía su percepción de humanos tan pobre, tan atrofiada. Él buscó bajo la cama, casi medio cuerpo desapareció debajo del colchón. Ella seguía todo desde arriba, se sentía segura lejos del piso. Ella estiró su brazo y prendió la luz. Si era algo vivo buscaría refugio sabiendo que no estaba solo. Pensaron en el canto de un grillo que se detiene ante el peligro. Pero nada cambió. El sonido metálico reptaba de un lado al otro. Se burlaba de ellos.
Antes de perder la paciencia, él emergió de las profundidades de la cama, puso su cabeza a la altura de la de ella y le propuso bajar a la cocina, preparar un café y hacer un poco de ruido como estrategia de conjuro ante la invasión. Ella aceptó con gusto. Entonces él bajó primero a la cocina, puso el agua en la pava eléctrica,
buscó el tarro de café molido, la leche en polvo y el azúcar. El ritual incluía una preparación diferente para cada uno. Para él, fuerte, amargo; para ella, dulce y con leche. Mientras cumplía paso a paso con su ritual, lejos de aquel susurro de origen indescifrable, su cabeza paseó un rato por las cuentas por pagar, por las obligaciones
inmediatas, los proyectos. Había logrado cierto equilibrio que lo tranquilizaba. No era fácil, nunca lo había sido, pero en los últimos tiempos, poniéndose ciertos límites había logrado enfocarse en sus cosas. El tiempo luego de la muerte de su padre era otro. Más allá de la tristeza y de las preguntas sin respuesta, cierto alivio para nada culposo le abría de nuevo el camino.
Ella, antes de bajar a la cocina, pasó por el baño. Desde allí la puerta funcionaba como un interruptor que apagaba aquel sonido molesto. Un alivio que le permitió a su cabeza pasear por cosas que debía hacer en la semana: el trabajo, la visita de rutina a mamá y la organización de los remedios, las visitas al médico y los infaltables sustos que le pegaba con esas llamadas nocturnas cuando creía que estaban a punto de partirle la puerta con un hacha para asaltarla. Y además la organización secreta del cumpleaños para él. En los últimos tiempos ella sentía como que navegaban aguas más tranquilas. Había obligado a sus hermanos a repartir las tareas de cuidado de mamá luego de una larga lucha. Pero ahora podía ocuparse más de sus cosas, compartir más tiempo con él. No fue fácil. Hubo que luchar bastante contra las viejas tradiciones familiares, de problemas propios y heredados, de sorderas selectivas y los malos entendidos siempre oportunos para forzar una ofensa.
Lavó sus manos, abrió la puerta y bajó a compartir el café prometido. Un rato nomás, el que les permitiera el cansancio. Y así fue, el agua estaba bien, quedaron unos bizcochos en la alacena, si querés. Charlaron un rato. De vez en cuando apuntaban su atención a las alturas para ver si aquello seguía allí. Desde abajo no daba señales de vida, pero eso no era garantía de su desaparición. Demoraron un poco más el regreso pensando en las vacaciones, no faltaba tanto. Terminaron el café y listo, hora de volver.
Subieron la escalera afinando el oído. Cuando abrieron la puerta de la habitación ahí estaba, esperándolos, igual de intenso y entrecortado, igual de misterioso. Antes de sentarse en la cama ella se detuvo de golpe. Chistó para llamar su atención, con la cara cerca de la mesa de luz. Él preguntó con un gesto qué pasaba. Ella le señaló el segundo cajón. Lo abrieron. Brotaron de a cientos las cosas inútiles que suelen guardarse en un segundo cajón: papeles, folletos, viejas facturas, fotos. El sonido crecía en la erupción de papeles, la ansiedad, el vértigo del descubrimiento. Al fin llegaron a lo más profundo.
Una vieja radio en desuso desnudó un zumbido de insecto eléctrico entrecortado, moribundo. Él la tomó, la acercó a su oído con una tenue sonrisa triunfante, la dio vuelta y le retiró la tapa en donde se encontraban las pilas. Le quitó el corazón. Ambos rieron bajito. Se sintieron tontos, como víctimas secretas de una travesura. No se explicaban cómo pudo haber pasado, no recuerdan hace cuánto tiempo estuvo guardada allí, olvidada. Un resto de energía, se imaginan eso. No lo saben, pero está solucionado y se convertirá en una tonta anécdota de alguna reunión con amigos. Sintieron alivio. Apagaron la luz, un beso risueño y cada uno vuelve a su
lado de la cama. Ella, hacia la luna que ya se está ocultando; él hacía el pasillo en sombras.
Del otro lado de la pared, en la oscuridad del departamento contiguo, una respiración branquial recupera la calma, cesa la alerta. Dos pares de dedos negros alejan con cuidado un sensor pegado a la pared, mientras que otra extensión oscura manipula los equipos de transmisión.
Los tentáculos vigilantes hacen contacto con otro ser que apenas muestra su silueta extraña en las sombras. En el contacto se comunican las novedades. Al parecer los humanos poseen una tecnología peligrosa que puede interferir su transmisión y que merece ser estudiada antes de continuar con los planes de invasión. Sólo queda deshacerse de los viejos cuerpos que brindaron hasta sus últimos jugos para alimentarlos. En una última comunicación se sugiere planear también la eliminación de los poseedores de esa peligrosa tecnología.
Por esa noche, sólo por precaución, no se enviarán más informaciones al espacio.
* Sobre el autor
Marcelo Collazo nació en la localidad de Villa de Mayo en 1968. Se desempeña como docente de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del distrito. A partir del año 2005 comenzó a difundir su producción literaria a través de diferentes concursos, hasta que en el año 2015 pudo publicar su primer libro de cuentos “Desde la Sombra” de forma totalmente independiente. En el año 2020 participó de la antología de relatos de suspenso de la editorial “NiñaPez” con una serie de microrrelatos.
En la presente antología de autores malvinenses aporta con el cuento “El molino” algunas vivencias de sus días de la infancia y el gusto por los relatos de suspenso y terror.
Sus últimas producciones se pueden disfrutar en el blog www.desdelasombrablog.com, espacio en el que sigue publicando sus relatos ficcionales, junto con algunas reflexiones personales y recomendaciones de lectura.
Cuento publicado en El Diario de Malvinas: Confesión
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