*Silvia Acevedo
El mejor lugar donde escoger un regalo para mi mujer era, sin dudas, una casa de antigüedades. Me agrada, la preocupación de Luisa por la elección de muebles y adornos con historia. Para alguien que se gana la vida escribiendo relatos, es un privilegio tener una mujer con tales gustos.
La acompañaba a menudo en esos increíbles paseos entre tinajas y balanzas, escapularios y jarrones, cómodas, ruedas de carro, boleteras de colectivos y otros objetos que me sumergen en mundos fantásticos.
En uno de los pasillos mal trazados del local, un enorme espejo reproducía la luz de la ventana, iluminando espectralmente la angosta escalera de madera.
Los espejos estaban asociados a las madrastras desde mi primera infancia. Esa relación tan especial que las mujeres tienen con ellos. Su manera de interrogarlos. Atraído por el reflejo me paré frente a él.
-Tenga paciencia – dijo el anticuario – No pretenda verse tal cual cree que es aquí, es decir, no busque en esta joya la imagen nítida que puede devolverle un cristal joven.
Quienes se acercan a un negocio como éste buscan otra cosa, quizás jugar con el tiempo. Es un objeto que tiene trescientos años de vida comprobable, quizás sean muchos más. Se trata de un rococó francés. Vaya a saber uno qué historia lo arrastró atravesando el vasto mar hasta nuestras tierras. La mujer que me lo trajo se veía angustiada por la pérdida. Casi no contó el dinero. Lo puso en una bolsita de paño y salió corriendo.
Cuando lo estaba limpiando, noté que no se trata de cristal, ni de vidrio, es una aleación extraña. Cometí la torpeza de llevarlo al sótano para reparar una astilla casi imperceptible que se desprendía del ángulo derecho. Tropecé en la escalera y lo vi caer. Me tapé los ojos para protegerme del estallido. Sólo un golpe seco como el de un tronco que cae a tierra. Y ahí lo ve, entero. Es curioso, pero ahora dudo haber visto alguna imperfección en el ángulo derecho. Fíjese, mire bien, está intacto.
Piense en la pieza formidable que se lleva por esta pequeña suma. Quizás se ha mirado aquí Napoleón, o Robespierre, Dalton…Sus figuras reflejadas en plena conspiración. Talvez estuvo en la Bastilla. Es un objeto digno de la alcoba de un rey. Me pregunto qué relación lo unía con la persona que lo trajo, entonces no puedo imaginarlo en la bodega de un barco de inmigrantes franceses, sino en un lujoso camarote al cuidado de una dama joven.
La brillante elocuencia del anticuario me entusiasmaba. No era un charlatán de feria, conocía su trabajo y, además, era un narrador virtuoso. Yo estaba decidido a comprarlo, pero fingí la duda para seguir envuelto en sus relatos. Seguramente me iban a ser muy útiles por si a Luisa no la complacía mi regalo de cumpleaños.
No era sencillo cumplir cincuenta años. Sinceramente, Luisa conservaba la frescura de su juventud tan sólo en el brillo de sus ojos y en la forma de hacer el amor. Por lo demás, el tiempo había hecho más estragos en ella que en mí. En las fotos viejas se la veía espléndida, con sus soleros escotados y sus tacos aguja. El tiempo, que es siempre más cruel con las mujeres, la obligó a modificar su atuendo. En las mismas fotos yo la acompañaba con un ambo dos talles menos, con las solapas más anchas o más angostas. La diferencia no era tan atroz con los que uso ahora. Mientras caminaba con el espejo bajo el brazo, sentí nostalgia de su breve cintura, su piel tersa… Era una mujer bella, y lo sería siempre, pero cada vez menos. Asociada a la juventud, la belleza es siempre un valor efímero.
Aproveché que no estaba y lo dejé frente a la cama. Me disgustó un poco lo turbia que se veía mi figura cuando lo froté con una franela. Era una pieza muy antigua. Quizás sólo habría que conservar el marco y cambiar el cristal. Ya no había tiempo para eso. Luisa llegaría de un momento a otro. Antes de cerrar la puerta, a una distancia de sólo tres metros, el espejo me causó la misma fascinación que al principio. Me detuve unos minutos para contemplar el tallado perfecto de las flores, las puntas de las hojas apenas insinuadas, el brillo de la madera. A esa distancia parecía una imitación nueva del antiguo arte rococó. Pero estaba seguro de que el anticuario no mentía.
Escuché el ruido de las llaves en la puerta.
La llevé con los ojos tapados frente al espejo. Me retiré un metro para disfrutar su emoción. Entonces Luisa llevó las manos a su cara y lloró, lloró desconsoladamente. Me acerqué por detrás y el espejo me devolvió, nítida, la mujer de treinta años atrás, con sus tacos aguja y el solero celeste, el cabello largo hasta la cintura y su llanto incontenible.
*Silvia Acevedo, escritora, dramaturga, profesora de Literatura, ha participado de varias antologías.
Publicó Aguante la Tinku (Cuentos) y La Autoridad de Las Traiciones (novela) Editorial Loquevendrá.
Ha obtenido varias menciones y premios literarios.
Escribió y dirigió varias obras de teatro: Los Mulos, La Galería Cinco, Melodía para un Disfraz, Terapia y Caza de Venados.
Este cuento forma parte de la antología El ojo en el Sol de Biblioteca Paraná.