Cultura

La Casa de la Mesa Verde

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Escrito por Administrador

*Walterio Mon

El mensaje en la botella

¿Qué probabilidades habrá, que alguien recoja una botella en el mar?

¿Y que esa botella contenga  un mensaje en su interior?

Desde que fuera arrojada hasta ser rescatada ¿Cuánto tiempo podrá transcurrir hasta que esto suceda?

¿Y si las corrientes, en vez de llevarla lejos, luego de transcurrir un tiempo, la regresara a la playa?

La urgencia del náufrago que anhela ser salvado, lo arroja a depositar su esperanza en un mensaje inaudito,  antes que resignarse a la nada.

La angustia que genera incertidumbre en la adolescencia. El desgarro producido por el desamor. La pérdida de sentido al escuchar el estruendoso precipitar de los ídolos. Todo se asemeja, a la imagen proyectada de un naufragio personal. Ante el vibrante potencial de la juventud y la belleza, se contrapone un indecible sentimiento de zozobra.

Una vez, mi amigo me dijo

-¿Vamos a la casa  de una compañera? Se mudó sola y me invitó a pasar a tomar unos mates.

Yo, como  todo adolescente, estaba sin mucho que hacer y acepté.

-Esperá, estaciona acá un ratito.

Le hice caso y le pregunté si quería que lo acompañara.

-No, ya vengo- dijo, y se bajó dejando la puerta del auto abierta, cosa que me molestaba bastante.

A los diez minutos, apareció con una potus y una docena de medialunas.

-¡Ahora sí, vamos!

En el trayecto me contó que su compañera se llamaba Julia,  tenía veintiún años y que había heredado la casa de su abuela. Sus padres vivían al lado, y en el fondo había un portoncito, que comunicaba a las dos propiedades.

Julia nos recibió de buen modo, aceptó el obsequio y preparó mate dulce. Observé detenidamente cada rincón de la sala. La casa era una construcción de ladrillos, con un porche en la entrada, como se construía habitualmente en la década del cincuenta. Se notaba que recientemente había pintado el cielorraso, a los fines de tapar una mancha de humedad. El piso era de mosaicos graníticos, frío en invierno, pero incorruptibles al paso del tiempo.

Julia estaba adornando el espacio con plantas colgantes, atrapa-sueños coloridos, cobertores de lana en los sillones, y cuadros de “Led Zeppeling” y “Deep Purple” colgados de las paredes.

Sin embargo, lo que más me llamó la atención, de aquel ecléctico lugar, fue una mesa de madera pintada de verde inglés.  En el centro tenía un caminito de arpillera que tapaba, en parte, dibujos y mensajes realizados con marcadores y liquid papers. Yo fui testigo directo de aquel vandalismo. Es más, me dejé seducir por la propuesta, y me rendí a la morbosidad de formar parte de aquella crueldad.   Con cada visita que pasaba por la casa, la pobre mesa se convertía en un lamentable  “cadáver exquisito”.

Al percibir mi estado de extrañeza, Julia preguntó si me sentía bien. Yo le respondí que sí, mientras extendía la mano para recibir un mate humeante.

-¡Él es escritor!- dijo mi amigo, posando su mano sobre mi hombro.

-¡¿Ah sí?! ¡Que lindo!- exclamó Julia con énfasis. Estimo que su radiante felicidad, teñía todo lo que la rodeaba. Su alegría transmutaba en los otros.

–Si querés, podes escribir algo- Me dijo, haciendo un gesto de asentimiento mientras señalaba con sus ojos la mesa.

Yo  me sonrojé un poco. Sorbí la bombilla y me quemé la lengua.

-¡Ay! ¿Te quemaste?- Julia frunció la nariz en un acto de empatía. -Tomá un vasito de agua. Disculpáme que no te haya avisado, es que el agua estaba hirviendo…

-No hay problema- le dije, mientras  le devolví el mate de lata. Sentí la necesidad de aclarar algo, aunque hubiera pasado el momento. Aunque todo momento fuera efímero y las póstumas aclaraciones, siempre resultan desconcertantes.

– El título de escritor me queda grande… – murmuré.

-¡Tomá!- me dijo, y me alcanzó un marcador, como si hubiera hecho caso omiso al comentario.

Ellos continuaban conversando sobre los profesores, los trabajos prácticos que debían entregar, rememorando anécdotas con otros compañeros, etc.

Con el fibrón en la mano, me interrogaba sobre lo podría escribir.

Me dispuse a leer las frases que otros habían dejado:

-“Qué tengas suerte en esta etapa”

– “Trancá la puerta que viene Jasón”

-“Ahora te vas a tener que cocinar y lavar la ropa”

-“Ya te podes casar conmigo”

-“Procúrate siempre, tener yerba”

Los mensajes eran graciosos y ocurrentes. El problema radicaba en que yo no conocía a Julia. No hubiese sido sincero, ni auténtico, si escribía alguna frase cliché. Por supuesto que compartía su alegría de independizarse, ya que, en mi caso, con diecinueve años, todavía vivía en la casa de mis padres. Pero también, me sentí invadido por un profundo malestar. Ese malestar que caracteriza la inestabilidad emocional de aquella edad.  Como si toda la negatividad del mundo se hubiese depositado en mi cuerpo, desde los pies a la cabeza. Entonces pensé:

¿Qué sucederá cuando la euforia del momento haya pasado?

¿Qué ocurrirá cuando las visitas hayan dejado de asistir?

¿Qué pasará cuando la soledad se haya hecho carne?

¿Qué sobrevendrá cuando haya recibido el diploma de la secundaria de adultos?

¿Formará pareja, tendrá niños?

¿Decidirá pintar de nuevo la vetusta mesa?

¿Quedará mi mensaje reducido a la nada?

Luego, con el marcador indeleble en la mano, pensé:

Que el tiempo todo lo cambia.

Que cualquier escrito, sea cual fuere su soporte, ha de ser borrado.

Que la botella rescatada del mar, difícilmente permitirá la salvación del infortunado.

Que  la prisión no es la isla, sino la isla en el contexto.

Que un “te amo”, pronunciado fuera de tiempo, pierde su eficacia.

Que al final, el vino se avinagra y el queso se vuelve rancio.

Julia me convidó otro mate. Esta vez lo tomé con precaución. El agua ya no estaba tan caliente, pero la yerba se había quemado. Los palos verduzcos de la ilex paraguarensis navegaban a la deriva en esa  indecente infusión.

El azúcar consumido, me impulsó a la acción. Le devolví el mate y, tapando la mano con el codo, como lo hacía en la escuela, cuando no quería que mi compañero de banco se copiara,  comencé a escribir.

-¡Ahí está!- dijo mi amigo Omar, mientras sostenía una mirada cómplice con Julia. – Viste,  había que darle tiempo…

Fue breve lo que me salió, sin embargo no quería compartirlo.

-¿A ver qué pusiste?- Mi amigo acercó su cabeza para husmear. Yo me negué rotundamente, con fingida  desesperación, intenté tapar las letras con la mano abierta. Pero, como si fueran hormigas de jardín, sus extremidades se me escapaban por entre los dedos.

La mesa verde inglés

Veinte años después, realicé una visita imprevista a mi amigo. Él justo tenía que ir a Los Polvorines para realizar una compra. Así que decidí llevarlo para dialogar en el viaje.

Casi sin darnos cuenta pasamos por el frente de “la casa de la mesa verde”. La verdad que me había olvidado el nombre de la chica. Omar me recordó que se llamaba Julia.

-¿Seguirá viviendo ahí?- le pregunté

-Hace unos años la encontré en la calle y me dijo que sí- afirmó él.

En un acto de arrojo, sin meditarlo. Detuve el auto.

-Voy a preguntarle por la mesa.- Dije sin mirar su cara que, sospecho, era de asombro.

-¡Vos estás loco!- Me dijo. Yo me quedo en el auto.

Bajé, y llamé a la puerta. Por la ventana que daba a la calle, me atendió un señor mayor.

-¿Qué quiere?- gritó desde dentro.

-Disculpe, ¿se encuentra Julia?

– ¿A quién busca?- el hombre parecía no oír bien. Inclinó la cabeza y con una mano ahuecada sobre su oreja, trataba de captar el sonido.

-Busco a Julia- dije levantando un poco la voz. El señor me miró fijo, y frunció el ceño, mientras sostenía la cortina con la otra mano.

-¡¿Quién?!- Gritó, confirmando su sordera.

-¡Busco a Julia!- Dije, con muestras de fastidio.

¡Má! ¡¿Qué Julia?!- Acompañó su falta de comprensión agitando la mano.

Se me aflojaron las piernas porque no sabía su apellido, miré hacia el auto como buscando el auxilio de Omar. Él, en cambio, insistentemente me llamaba, y decía algo ininteligible a través del parabrisas.

-¡Acá no vive ninguna Julia! Váyase por favor.

El señor dejó caer la cortina y ya no pude divisar su cara.

– Una pregunta más, señor. – Se me secó la boca y carraspeé. El hombre volvió a levantar la cortina. Con el mentón inclinado hacia delante, temblando de ira y mirándome con desdén, esperaba la interrogación, para deshacerse de mí de una vez por todas.

– ¿Por casualidad, sabe qué pasó con la mesa verde?

El anciano, definitivamente perdió los estribos. Habrá pensado que le estaba tomando el pelo o que quería embaucarlo para una estafa.

– ¡Pero de qué  mesa me está hablando señor! ¡Retírese por favor o llamo a la policía!- Me gritó haciendo ademanes con los brazos, mientras enunciaba una sarta de improperios en italiano.

Me quedé parado unos instantes frente a esa puerta verde inglés. Sospeché que allí se escondía algo raro. ¿Habrá sido una coincidencia que aquella memorable mesa, haya tenido el mismo color, con la que ahora habían pintado la puerta?

El señor me espiaba por la mirilla. Mi amigo, a los gritos, sacando la cabeza por la ventanilla, me llamaba con desesperación.

Entonces, antes de causar más problemas, decidí retirarme pacíficamente.

Me sentía abochornado.

Con la sangre en el rabillo, ingresé al auto.

-¡¿Estás loco?!- me dijo Omar, mientras con dedos temblorosos encendía un cigarrillo. – ¡Mirá si el tipo saca un arma!- concluyó.

Me quedé sin palabras. Luego que me hube serenado pensé la siguiente secuencia:

Julia, se casó

La mesa se tiró

El potus se secó

Y la casa, se vendió.

Lo único que el tiempo no ha podido borrar, al menos en mi memoria, es la frase que aquel día escribí:

              Como un náufrago solitario

              Dejaré  escrito este mensaje 

              Mas, si Poseidón  devuelve

              La botella a estos arenales.

              Entonces comprenderé

              Que el tiempo  que hubo transcurrido

              No fue lo suficiente

              Para librarme, al fin,  del sin sentido.

Sobre el autor:

Walter Monsalvo es Licenciado y Profesor en Sociología de la Universidad de Buenos Aires.  Desde 2018 se desempeña como director de una escuela secundaria de la Provincia de Buenos Aires.

Con el seudónimo Walterio Mon ha registrado las siguientes obras:

Obras publicadas:

2013: Nombre de la Obra Musical: “Los caminos Errantes”. Autoedición

2018: Nombre de la Obra Musical: “La línea recta”. Estudios “Yuyo Récords”.

2019: Participa de la Antología Gótica “Corazón delator” (Editorial Seres), donde publica algunos de sus poemas.

En 2020 Edita su primer libro de cuentos “El Primogénito” ED. Ser Seres.  También participa de las siguientes antologías:

“Siempre tendremos París II” ED. Ser Seres. Buenos Aires. Argentina

“Que no callen las voces ” ED. Instituto Cultural Latinoamericano. Chaco. Argentina

“Luces 2020”  Selección de Microcuentos & Poesías del Mundo. Proyecto BCR. Edición Digital. Córdoba. Argentina.

Marzo 2021: Participa en la Antología “Microcuentos de Terror” y  “Mitos y Leyendas del Mundo” Edición digital Crónicas en llamas. México.

Abril 2021: Publica su segundo libro “ Cuarenta y Tres y otros cuentos” bajo el sello Ser Seres Ediciones.

Septiembre 2021: Publica su tercer libro “Las Crónicas de Carlos Centurión”. Edición del autor.

Redes sociales:

Facebook: Walterio Mon

You tube: Walterio Mon

Instagram: Walterio_mon

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